La Muerte del Pop


Artículo publicado en Diagonal 



1.

Aunque parezca mentira, el proceso de descomposición de la, hasta hace unos días, omnipresente cultura Pop se está acelerando de manera vertiginosa. Si miramos a la historia del arte y la cultura del siglo pasado, comprobamos cómo el Pop ha vivido durante más de medio siglo con leves modificaciones sustanciales en sus jerarquías de producción, mientras ha desarrollado una extraordinaria capacidad para comodificar y comercializar cada faceta de la vida cotidiana. Ha modelado desde la política, la filosofía, la economía o los hábitos sexuales hasta las identidades colectivas. De hecho, el Pop ha estructurado nuestras percepciones y articulado nuestro lenguaje con el guión de vida de la búsqueda de la fama y la consecución de grandes éxitos, como conceptos universales de valor.


Pero ahora nos encontramos ante el agotamiento de las fórmulas expresivas y de las convenciones artísticas y registros lingüísticos que nos han constituido durante este larguísimo periodo. La ironía y el cinismo narcisista, los códigos de comunicación publicitarios y las industrias culturales, el marketing y el branding, están siendo desafiados hasta perder el control de la imagen del mundo. Vivimos un cambio radical de paradigma comunicativo; sabemos de dónde venimos pero es incierto hacia dónde nos dirigimos. 


2.

Esto no quiere decir que la cultura Pop deje de ser extraordinaria, quiere decir que su capacidad para producir realidades está agotada. Seguimos disfrutando de su creatividad e investigando las zonas más ricas, arriesgadas y esquivas; a las que ahora, gracias a internet, podemos tener acceso y compartirlas. De hecho, el desarrollo de estas redes de conocimiento han permitido que desafiemos a fondo sus cánones e institucionalizaciones,al tiempo que los procesos de intercambio, apropiación y remezcla se han configurado como un elemento esencial de la producción cultural y política.
Pero el Pop ha muerto en un sentido más profundo. Ha dejado de ser el mecanismo de poder por el que se impide que capacidades revolucionarias de insurgencia o desbordamiento se conviertan en una situación, en un evento. Se ha acelerado la crisis final de la imposición de los modos de producción de realidades a través del marketing. La comodificación, tanto de las formas de protesta como de los intentos de articular narraciones fuera de los códigos de comunicación capitalista de consumo, resulta cada vez más evidente e ineficaz como instrumento de supuesta normalización. El sistema simbólico del Pop, que ha definido nuestras vidas, se ha resquebrajado.
Veamos un ejemplo interesante, la ‘élite’ que se consolidó como espacio de representación en la Transición, es decir, el PSOE y su esfera de influencia, a través de su medio de comunicación más poderoso, El País, dirigió un claro, excluyente e incuestionable reparto de papeles. Los asuntos trascendentales como la política, la economía o el conocimiento quedaban exclusivamente en manos de quienes regían el sistema de representación en base a sus intereses económicos y políticos. Mientras, las generaciones posteriores y aquéllos atentos a otras formas de cultura y modos de vida quedaban relegados al lenguaje del consumo, a través de las tendencias comerciales del Pop, circunscritos a su suplemento y medio de propaganda publicitaria Tentaciones. El espacio de comunicación estaba estructurado de manera exclusiva por la interminable cadena de lanzamientos de los nuevos productos culturales que apelaban a nuestro narcisismo. Pretendidamente, los jóvenes eran ignorantes de la política y la economía, irónicos, cínicos, individualistas, profundamente superficiales y se definían psicológicamente por sus decisiones como consumidores.


Este proceso de neutralización totalitaria de cualquier fórmula de narración fuera del marco del sistema comercial y político, que ha sido una de las características fundamentales de la Transición, fue rápidamente imitada por el resto de medios de comunicación, las agencias de publicidad y la incipiente industria cultural con el decidido apoyo del Estado. No había que ser particularmente ingenioso para perpetrar este reparto excluyente del poder y desarrollar una política de neutralización del posible surgimiento de nuevos sujetos políticos colectivos antagonistas. Es sólo el eco local de un fenómeno más amplio: el papel protagonista que la cultura Pop comenzó a jugar a finales de los ’70 en el mundo anglosajón en la construcción del neoliberalismo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan, que posteriormente clonó la socialdemocracia. La tercera parte del documental The Century of the Self relata con lucidez cómo “ser joven consumidor e individualista” se convierte entonces en la forma paradigmática de “ser en el mundo”.
Pero, como sabemos muy bien, no estamos ante una historia lineal en blanco y negro, pues algunos de los agentes que intervienen son múltiples, ágiles y escurridizos. En el mundo de la música, donde los cambios han sido paradigmáticos, el post-punk, tras la rapidísima comodificación del punk, abrió nuevos caminos en la producción independiente como operación política, que la cultura rave convirtió en una subversión de las jerarquías de producción sónica. Y la explosión de los intercambios de archivos, el p2p y las páginas de descargas, trajeron consigo una auténtica edad de oro de la creatividad fuera del control de la industria cultural. Las redes colectivas desafiaban el reparto de papeles en los procesos de composición y comunicación.
El orden del Pop, esto es la gran estrella del espectáculo, su nuevo lanzamiento discográfico, la industria que lo configura, la lista de éxitos que escala y, fundamentalmente, el mecanismo de marketing y branding que da vida a todo este juego y a sus múltiples tentáculos, se conservan como reliquias de la época de los dinosaurios. Sólo hay que echar un vistazo a la increíble ampliación del espectro sonoro elaborada por la revista británica Wire en los últimos años.
Por primera vez desde que se inventaron las tecnologías de reproducción, toda la historia de la música se ha hecho accesible, puede intercambiarse libremente y es posible una reapropiación radical que desafía las nociones de artista-productor y público-consumidor, así como sus límites y formatos. Este acceso al conocimiento y al placer ha enriquecido extraordinariamente nuestra relación con el sonido. Y ha hecho saltar por los aires el montaje de la industria cultural, las jerarquías de producción y las policías del pensamiento.


3.
La expansión de las revueltas políticas, la grave crisis del capitalismo, la desaparición de las barreras entre registros como arte o activismo, la degradación del sistema democrático o la proliferación de tecnologías no jerárquicas, nos colocan ante el desafío de crear nuevos imaginarios que nos permitan romper el tejido de esta realidad. La muerte del Pop alimenta la necesidad de generar nuevos espacios no regidos por la leyes de representación capitalistas. La muerte del Pop no es un cambio de sintonías generacionales ni la confección de una nueva lista de éxitos que reemplaza a la anterior, supone la desaparición de las fórmulas que hemos tenido durante las últimas décadas, para la producción y representación de realidades, desde el arte al periodismo o la representación política. La muerte del Pop es el comienzo del fin del capitalismo.

Javier Montero 




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